A veces el problema no es el enojo, es lo que hacemos con él
He estado pensando en esto.
No tiene que ver con si somos de los que perdonan rápido o de los que hacen caras por tres días seguidos.
Tiene que ver con otra cosa:
Con ese momento en que algo nos aprieta por dentro… y en vez de detenernos, disparamos.
Porque a veces no es lo que sentimos, sino lo que hacemos con eso.
Está bien enojarse.
No somos robots, ni monjes zen flotando sobre una nube de lavanda.
El enojo es real, necesario, incluso saludable cuando se encausa.
El problema no es sentirlo, el problema empieza cuando usamos lo que sabemos… para herir.
Cuando tomamos eso que el otro nos compartió desde la confianza —su miedo, su herida, su punto débil—
y lo lanzamos como flecha en plena discusión.
Eso ya no es enojo.
Eso es ego con esteroides.
Eso es usar el amor como arma.
Y no me vengas con la de “es que estaba enojado/a”.
Estar enojado te da permiso de sentir, no de destruir.
No es que tengamos que ser perfectos, no se trata de vivir entre algodones emocionales.
Se trata de elegir no usar la voz para romper,
de no gritar desde el rincón donde antes besábamos.
Se trata de tener el coraje de respirar antes de explotar.
Porque si cada vez que discutimos nos decimos cosas que no se olvidan…
¿qué estamos construyendo?
Hay que entender algo:
una disculpa puede aliviar,
pero no siempre reconstruye.
Y cuando el patrón se repite,
ya no es enojo… es hábito.
Amar también es sostenerse cuando quema.
Cuidar incluso cuando no estás de acuerdo.
Es no soltar el respeto, aunque el impulso te diga que lo hagas.
Así que sí, se vale enojarse.
Lo que no se vale…
es usar eso que aprendiste del otro cuando amabas,
para intentar ganarle cuando estás herido.
Porque entonces, lo que estás cuidando no es la relación,
es tu ego.
Y el ego no quiere sanar.
El ego quiere tener la razón.
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